Querido J:
Hace diez días se ha estrenado en Francia La Rafle (La
redada), una película que cuenta los sucesos de la madrugada del 16 de
julio de 1942, cuando la policía francesa, y sólo la francesa, detuvo
alrededor de trece mil judíos, hombres, mujeres y niños, y encerró a la
mitad de ellos (la otra mitad fue trasladada a diversos campos de
concentración) en el famoso Velódromo de Invierno (Vel d’Hiv) de París,
lugar de gestas ciclistas y tema de una alegre y nonchalante canción de Montand. Allí pasaron cinco días hacinados,
que acababan en Auschwitz. De las trece mil personas sólo volvieron alrededor de cuatrocientas.
Como bien sabes, yo no tenía la menor idea
de este asunto hasta que empecé a participar en la investigación de la
vida y el destino de Aly Herscovitz, la novia judía de Josep Pla, que fue, junto a su madre, una víctima de la redada y cuyo rastro se perdió en Auschwitz.
La investigación de la vida de esa muchacha habrá sido uno de los
trances fuertes de mi trabajo. Para decirlo en términos generales supuso
la encarnación del genocidio, de la inconcebible destrucción de los
judíos europeos, en la muy justa expresión de Raul Hilberg. Sobre los
sucesos concretos del Velódromo de Invierno hubo algo más,
relacionado con París y sus calles y nuestras biografías. Pensé en ello
en el primer viaje que hice a la ciudad en busca de la vida de Aly
Herscovitz.
El Velódromo ya no existe.
Estaba en el cruce del Boulevard de Grenelle con la calle Nélaton, en
el distrito XV, próximo a la torre Eiffel y los jardines del Campo de
Marte. Hoy se alza allí el ministerio del Interior. Nada menos. Hay
sólidas casas burguesas a su alrededor, avec gaz à tous les étages. Cerca, junto al río, construyeron un discreto monumento a los deportados, que data de 1994. Cincuenta y dos años después de los hechos. Dos años después de que François Mitterrand presidiera la conmemoración del medio siglo de la redada y un año antes del decisivo discurso de Jacques Chirac (16 de julio de 1995) donde por primera vez la alta autoridad francesa reconoció la implicación de Francia en las deportaciones. La de Francia subrayo (y no sólo la que en la lápida de ese monumento se llama pudorosamente l’autorité de fait dite gouvernement de l’état français,
es decir, Vichy). La grandeza de Chirac en ese trance siempre será la
de haber señalado, aunque fuera de modo implícito, el sujeto
exacto. Francia.
Las calles de París. Francia.
Desde que las pisé por vez primera, y me encontré como en casa (sólo que
en una casa noble, culta, rica, libre, desvelada y feliz), estuve
dispuesto a aceptar que allí hubiese pasado la historia con su carraca
asociada de sangre, sudor y lágrimas, bien sûr et bien naïf. Todo podía haber pasado, a excepción de la vergüenza. Justo lo que aporta a Francia la
historia de la redada del Vel d’Hiv y que yo estaba descubriendo en la
figura frágil, incierta y vagabunda de Aly Herscovitz. Lo que le sucedió
a ella y lo que me sucedería a mí años después se desprende de la obra
canónica sobre el crimen, La Grande Rafle du Vel d’Hiv, de
Claude Lévy y Paul Tillard. Los judíos arrestados aquella noche eran
orientales. No hubo franceses, aunque en posteriores redadas muchos
franceses también fueran deportados. Escriben Lévy y Tillard:
«Estos judíos alemanes eran alemanes hasta
la médula. Orgullosos de serlo. Se jactaban con orgullo, mientras aún
estaban en Alemania, de sus honores de guerra, conquistados al lado de
sus compatriotas, en la guerra del 14. Qué angustia para ellos, que
desde 1933 se vieran rechazados y perseguidos por su propio país.
Tuvieron que huir: pobres, desgarrados, expoliados de su patria y de sus
bienes y tuvieron incluso que desembarazarse de su estado de ánimo, de
su manera de ser e incluso de su propio aspecto alemán.»
Aly era una ellas, desde luego. En la única nota sobre su vida y su muerte que escribió,
Pla detallaba el gusto por los himnos de su
novia judía. Y concluía: «La señorita Herscovitz era una gran
admiradora de Alemania y de sus virtudes patrióticas.»
La cuestión fundamental era que una vez dejaron de ser alemanes (¡por la fuerza ahorcan!) decidieron ser franceses. Si Aly decidió volver a París desde Leipzig y Praga fue porque en París se sentía segura. Porque llegaba a Francia. No tomaba posesión de un lugar, sino de un concepto. Y fueron los guardianes de ese concepto, la policía francesa, los que les arrebataron su libertad y vendieron su vida en la noche infame del Vel d’Hiv. Las calles serenas de París. Su última foto, de junio de 1940, la muestra en el Bois de Boulogne, junto a su madre. Una exiliada, tal vez. Pero que ha encontrado su exilio. Su Francia. La mía.
La cuestión fundamental era que una vez dejaron de ser alemanes (¡por la fuerza ahorcan!) decidieron ser franceses. Si Aly decidió volver a París desde Leipzig y Praga fue porque en París se sentía segura. Porque llegaba a Francia. No tomaba posesión de un lugar, sino de un concepto. Y fueron los guardianes de ese concepto, la policía francesa, los que les arrebataron su libertad y vendieron su vida en la noche infame del Vel d’Hiv. Las calles serenas de París. Su última foto, de junio de 1940, la muestra en el Bois de Boulogne, junto a su madre. Una exiliada, tal vez. Pero que ha encontrado su exilio. Su Francia. La mía.
Bien. La cuestión, amigo, es que ha llegado La Rafle. La
gran pantalla. Ya sabes lo que eso significa. En estos últimos diez
días se ha hablado más del Vel d’Hiv que en todas las cinco décadas
anteriores. Lo que no consiguió el libro de Lévy y Tillard. Ni el
honrado discurso de Jacques Chirac. Ni el documental
de Gilles Nadeau y Jacques Duquesne. El cine, enfocando al Velódromo en
primer plano, desde luego: Losey hizo una película, Mr. Klein, en el año 1976, que pasaba por el Velódromo,
pero no hubo nada. Por cierto: no tengo que exhibirte el rastro de la
redada en la prensa española. La abrumadora mayoría de las ocho o nueve
referencias que conserva se deben a la novela de Juana Salabert (Velódromo de invierno), documentada y emocionante.
No he visto más que fragmentos sueltos de La Rafle de Roselyne Bosch. Parece que la reconstrucción del
Velódromo (que era en su momento el edificio cubierto más grande de
Francia), es espectacular y muy fidedigna. La reconstrucción en imágenes
tiene en este caso un valor particular.
Sólo
existe una foto del Vel d’Hiv en los días de la redada, un plano oscuro
de los autobuses aparcados junto al edificio y la silueta de un hombre
que pasa en su bicicleta. La ausencia de imágenes indica que el
genocidio no puede ser filmado. No sólo en el sentido de la reflexión de
Primo Levi (nada más que los muertos podrían contarlo), sino también
por la evidencia de que las cámaras son un arma de defensa masiva. La
película, según buena parte de la crítica, es útil, aunque torpe y escolar
y cargada de alguna escena peligrosamente pintoresca como las que
protagoniza un Hitler de cartón. En otoño se estrenará en España.
Los
franceses han tardado en encararse con el Vel d’Hiv. La imagen de su
complicidad con los nazis destruía el mito de la Resistencia. La
complicidad no se redujo a la actuación de la policía. Aquel verano, la
mayoría de los habitantes de París miró hacia otro lado, como sucedió en tantas ciudades alemanas.
Medio siglo después todos han conseguido mirar en la misma
dirección: hacia ese no lugar miserable y tristísimo junto
al quai de Grenelle. Una memoria. La que no dejan las guerras
civiles, lo sabes, cuya memoria no cierra nunca.
Sigue con salud
ARCADI ESPADA
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